No pude apenas dormir aquella noche. Los escualos atravesaban mis sueños. Me parecía tan justa como injusta a la vez esa etimología que hace proceder la palabra francesa con que se designa al tiburón, requin, de la palabra requiem.
A las cuatro de la mañana me despertó el steward que el capitán Nemo había puesto especialmente a mi servicio. Me levanté rápidamente, me vestí y pasé al salón, donde ya se hallaba el capitán Nemo.
-¿Está usted dispuesto, señor Aronnax?
-Lo estoy, capitán.
-Entonces, sígame.
-¿Y mis compañeros?
-Nos están esperando ya.
-¿No vamos a ponernos las escafandras?
-Todavía no. No he acercado el Nautilus a la costa, y estamos bastante lejos del banco de Manaar. Pero he hecho preparar la canoa, que nos conducirá al punto preciso de desembarco evitándonos un largo trayecto. Nos equiparemos con los trajes de buzo en el momento de dar comienzo a esta exploración submarina.
El capitán Nemo me condujo hacia la escalera central, cuyos peldaños terminaban en la plataforma. Ned y Conseil estaban ya allí, visiblemente contentos de la «placentera expedición» que se preparaba.
Cinco marineros nos esperaban en la canoa adosada al flanco del Nautilus.
Aún era de noche. Las nubes cubrían el cielo, dejando apenas entrever algunas estrellas. Dirigí la mirada a tierra, pero no vi más que una línea confusa que cerraba las tres cuartas partes del horizonte del Sudoeste al Noroeste. El Nautilus había costeado durante la noche la región occidental de Ceilán y se hallaba al Oeste de la bahía, o más bien del golfo que forma con ese país la isla de Manaar. Allí, bajo sus oscuras aguas, se extendía el banco de madreperlas sobre más de veinte millas de longitud.
El capitán Nemo, Conseil, Ned Land y yo nos instalamos a popa. Un marinero se puso al timón, mientras los otros cuatro tomaban los remos. Se largó la boza y nos alejamos del Nautilus, con rumbo Sur.
Los remeros trabajaban sin prisa. Observé que sus vigorosos movimientos se sucedían cada diez segundos, según el método generalmente usado por las marinas de guerra.
Mientras corría la embarcación por su derrotero, las gotas líquidas golpeaban a los remos crepitando como esquirlas de plomo fundido. Un ligero oleaje imprimía a la canoa un pequeño balanceo, y las crestas de algunas olas chapoteaban en la proa.
Íbamos silenciosos. ¿En qué pensaba el capitán Nemo? Tal vez en esa tierra hacia la que se aproximaba y que debía parecerle excesivamente cercana, al contrario que al canadiense, para quien debía estar excesivamente lejana. Conseil iba como un simple curioso.
Hacia las cinco y media empezó a acusarse más netamente en el horizonte la línea superior de la costa. Bastante llana por el Este, se elevaba un poco hacia el Sur. Cinco millas nos separaban todavía de ella y su perfil se confundía aún con las aguas brumosas. Entre la costa y nosotros, el mar desierto. Ni un barco, ni un buceador. Soledad profunda en este lugar de cita de los pescadores de perlas. Tal como había dicho el capitán Nemo, llegábamos a estos parajes con un mes de anticipación.
A las seis, se hizo súbitamente de día, con esa rapidez peculiar de las regiones tropicales, que no conocen ni la aurora ni el crepúsculo. Los rayos solares atravesaron la cortina de nubes amontonadas en el horizonte oriental y el astro radiante se elevó rápidamente.
Vi entonces con toda claridad la tierra sobre la que se elevaban algunos árboles dispersos.
La canoa avanzó hacia la isla de Manaar que tomaba una forma redondeada por el Sur. El capitán Nemo se puso en pie y observó el mar.
A una señal suya, se echó el ancla. La cadena corrió apenas, pues el fondo no estaba a más de un metro en aquel lugar, uno de los más elevados del banco de madreperlas. La canoa giró en seguida en torno a su ancla, por el empuje del reflujo.
-Ya hemos llegado, señor Aronnax -dijo el capitán Nemo-. En esta cerrada bahía, dentro de un mes se reunirán los numerosos barcos de los pescadores y los buceadores se sumergirán audazmente en su rudo trabajo. La disposición de la bahía es magnífica para este tipo de pesca, al hallarse abrigada de los vientos. El oleaje no es nunca demasiado fuerte, lo que favorece el trabajo de los buceadores. Vamos a ponernos las escafandras, para comenzar nuestra expedición.
No respondí, y sin dejar de mirar aquellas aguas sospechosas, comencé a ponerme mi pesado traje marino, ayudado por los marineros. El capitán Nemo y mis dos compañeros se estaban vistiendo también. Ninguno de los hombres del Nautilus iba a acompañarnos en esta nueva excursión.
No tardamos en hallarnos aprisionados hasta el cuello en los trajes de caucho, con los aparatos de aire fijados a la espalda por los tirantes.
En esa ocasión no eran necesarios los aparatos Ruhmkorff. Antes de introducir mi cabeza en la cápsula de cobre, se lo había preguntado al capitán.
-No nos serían de ninguna utilidad -me había respondido el capitán Nemo-. No iremos a grandes profundidades y nos iluminará la luz del sol. Además, no es prudente llevar bajo estas aguas una linterna eléctrica, que podría atraer inopinadamente a algún peligroso habitante.
Al decir esto el capitán Nemo, me volví hacia Conseil y Ned Land, pero éstos, embutidos ya en su casco metálico, no podían ni oír ni responder.
Me quedaba por hacer una última pregunta al capitán Nemo.
-¿Y nuestras armas? ¿Los fusiles?
-¿Para qué? ¿No atacan los montañeses al oso con un puñal? ¿No es más seguro el acero que el plomo? He aquí un buen cuchillo. Póngaselo en su cinturón y partamos.
Miré a mis compañeros y les vi armados como nosotros. Sólo que, además, Ned Land esgrimía un enorme arpón que había depositado en la canoa antes de abandonar el Nautilus.
Luego, siguiendo el ejemplo del capitán, me dejé poner la pesada esfera de cobre sobre la cabeza. Nuestros depósitos de aire entraron inmediatamente en actividad.
Un instante después, los marineros nos desembarcaron uno tras otro, y tocamos pie a metro y medio de profundidad, sobre una arena compacta. El capitán Nemo nos hizo señal de seguirle y por una suave pendiente desaparecimos bajo el agua.
Una vez allí, me abandonaron inmediatamente las ideas que atormentaban a mi cerebro, y me hallé completamente tranquilo. La facilidad de mis movimientos aumentó mi confianza, mientras la rareza del espectáculo cautivaba mi imaginación.
La luz solar penetraba con suficiente claridad para hace visibles los menores objetos.
Al cabo de unos diez minutos de marcha, nos hallábamo a una profundidad de cinco metros y el fondo iba haciéndo se llano.
A nuestro paso, como una bandada de chochas en una laguna, levantaban el «vuelo» unos curiosos peces del género de los monópteros, sin otra aleta que la de la cola. Reconocí al javanés, verdadera serpiente de unos ocho decímetros de longitud, de vientre lívido, al que se le confundiría fácilmente con el congrio de no ser por las rayas doradas de sus flancos. En el género de los estromateos, cuyo cuerpo es ovalado y muy comprimido, vi fiatolas de brillantes colores y con una aleta dorsal como una hoz, peces comestibles que una vez secos y puestos en adobo sirven para la preparación de un plato excelente llamado karawade; «tranquebars», pertenecientes al género de los apsiforoides, con el cuerpo recubierto de una coraza escamosa dividida en ocho partes longitudinales.
La progresiva elevación del sol aumentaba la claridad en el agua. El suelo iba cambiando poco a poco. A la arena fina sucedía una verdadera calzada de rocas redondeadas, revestidas de un tapiz de moluscos y de zoófitos. Entre las numerosas muestras de estas dos ramas, observé placenos de valvas finas y desiguales, especie de ostráceos propios del mar Rojo y del océano índico; lucinas anaranjadas de concha orbicular; tarazas; algunas de esas púrpuras persas que proveían al Nautilus de un tinte admirable; múrices de quince centímetros de largo que se erguían bajo el agua como manos dispuestas a hacer presa; las turbinelas, vulgarmente llamadas dientes de perro, erizadas de espinas; língulas anatinas, conchas comestibles que alimentan los mercados del Indostán; pelagias panópiras, ligeramente luminosas, y admirables oculinas fiabeliformes, magníficos abanicos que forman una de las más ricas arborizaciones de estos mares.
En medio de estas plantas vivas y bajo los ramajes de los hidrófitos corrían legiones de torpes articulados: raninas dentadas con sus caparazones en forma de triángulo un poco redondeado; birgos propios de estos parajes y horribles partenopes de aspecto verdaderamente repugnante. No menos horroroso era el enorme cangrejo que encontré varias veces, el mismo que fuera observado y descrito por Darwin. Un cangrejo enorme al que la naturaleza ha dado el instinto y la fuerza necesarios para alimentarse de nueces de coco; trepa por los árboles de la orilla y hace caer los cocos que se rajan con el golpe y, ya en el suelo, los abre con sus poderosas pinzas. Bajo el agua, el cangrejo corría con una gran agilidad que contrastaba con el lento desplazamiento entre las rocas de los quelonios que abundan en estas aguas del Malabar.
Hacia las siete llegábamos por fin al banco de madreperlas en que éstas se reproducen por millones. Estos preciosos moluscos se adherían fuertemente a las rocas por ese biso de color oscuro que les impide desplazarse. En esto, las ostras son inferiores a las almejas, a las que la naturaleza no ha rehusado toda facultad de locomoción.
La meleagrina o madreperla, cuyas valvas son casi iguales, se presenta bajo la forma de una concha redondeada, de paredes muy espesas y muy rugosas por fuera. Algunas de ellas estaban formadas por varias capas y surcadas de bandas verduzcas irradiadas desde la punta. Eran ostras jóvenes. Las otras, de superficie ruda y negra, que medían hasta quince centímetros de anchura, tenían diez años y aún más edad.
El capitán Nemo me indicó con la mano ese prodigioso amontonamiento de madreperlas, una mina verdaderamente inagotable, pues la fuerza creadora de la naturaleza supera al instinto destructivo del hombre. Fiel a ese instinto, Ned Land se apresuraba a llenar con los más hermosos ejemplares un saquito que había tomado consigo.
Pero no podíamos detenernos. Había que seguir al capitán, que parecía dirigirse por senderos tan sólo por él conocidos. El suelo ascendía sensiblemente y a veces al elevar el brazo lo sacaba por encima de la superficie del agua. Luego, el nivel del banco descendió de nuevo caprichosamente. A menudo debíamos contornear altas rocas de formas piramidales. En sus oscuras anfractuosidades, grandes crustáceos, apostados sobre sus altas patas como máquinas de guerra, nos miraban con sus ojos fijos, y bajo nuestros pies reptaban diversas clases de nereidos alargando desmesuradamente sus antenas y sus cirros tentaculares.
De repente se abrió ante nosotros una vasta gruta excavada en un pintoresco conglomerado de rocas tapizadas de flora submarina. En un primer momento, la gruta me pareció profundamente oscura. Los rayos solares parecían apagarse en ella por degradaciones sucesivas. Su vaga transparencia no era ya más que luz ahogada.
El capitán Nemo entró en ella y nosotros le seguimos. Mis ojos se acostumbraron pronto a esas tinieblas relativas. Distinguí los arranques de la bóveda, muy caprichosamente torneados, sobre pilares naturales sólidamente sustentados en su base granítica, como las pesadas columnas de la arquitectura toscana.
¿Por qué razón nuestro incomprensible guía nos llevaba al fondo de aquella cripta submarina? Pronto iba a saberlo.
Tras descender una pendiente bastante pronunciada llegamos al fondo de una especie de pozo circular. Allí se detuvo el capitán Nemo y nos hizo una indicación con la mano.
Lo indicado era una ostra de una dimensión extraordinaria, una tridacna gigantesca, una pila que habría podido contener un lago de agua bendita, un pilón de más de dos metros de anchura y, consecuentemente, más grande que la que adornaba el salón del Nautilus.
Me acerqué a aquel molusco fenomenal. Estaba adherido por su biso a una gran piedra granítica, y se desarrollaba aisladamente allí en las aguas tranquilas de la gruta. Estimé el peso de esa tridacna en no menos de trescientos kilos. Una ostra semejante debe contener unos quince kilos de carne y haría falta el estómago de un Gargantúa para comerse unas cuantas docenas.
El capitán Nemo conocía evidentemente la existencia de la ostra. No era la primera vez que la visitaba. Yo pensé que al conducirnos a ese lugar quería mostrarnos simplemente una curiosidad natural. Me equivocaba. El capitán Nemo tenía un interés particular por comprobar el estado actual de la tridacna.
Las dos valvas del molusco estaban entreabiertas. El capitán se aproximó e introdujo su puñal entre las conchas para impedir que se cerraran; luego, con la mano, levantó la túnica membranosa con franjas en los bordes que formaban el manto del animal.
Entre los pliegues foliáceos vi una perla libre del tamaño de un coco. Su forma globular, su perfecta limpidez, su admirable oriente hacían de ella una joya de un precio inestimable. Llevado de la curiosidad, extendí la mano para cogerla, para sopesarla, para palparla. Pero el capitán Nemo me contuvo con un gesto negativo, y retirando su cuchillo con un rápido gesto dejó que las valvas se cerraran súbitamente.
Comprendí entonces que el designio del capitán Nemo al dejar la perla era la de permitirle aumentar su tamaño. Cada año, la secreción del molusco añadía nuevas capas concéntricas. Sólo el capitán Nemo conocía la gruta en la que «maduraba» ese admirable fruto de la naturaleza. El capitán Nemo la criaba, por así decirlo, a fin de trasladarla un día a su precioso museo. Tal vez, incluso, siguiendo el ejemplo de los chinos y de los indios, había determinado él la producción de esa perla introduciendo bajo los pliegues del molusco algún trozo de vidrio o de metal recubierto poco a poco por la materia nacarada. En todo caso, la comparación de esa perla con las que yo conocía, y con las que brillaban en la colección del capitán, me daba un valor no inferior a diez millones de francos. Soberbia curiosidad natural y no joya de lujo, pues no había orejas femeninas que pudieran con ella.
La visita a la opulenta ostra había terminado. El capitán Nemo salió de la gruta y tras él ascendimos al banco de madreperlas, en medio de la claridad del agua no turbada aún por el trabajo de los buceadores.
Íbamos cada uno por nuestro lado, paseándonos, deteniéndonos o alejándonos a capricho. Yo iba ya absolutamente despreocupado de los peligros que mi imaginación había exagerado tan ridículamente. Los fondos se acercaban sensiblemente a la superficie, hasta que mi cabeza emergió del agua. Conseil se unio a mi y pegando su esfera metálica a la mía me saludó amistosamente con los ojos.
Pero la elevación del fondo se limitaba a unas cuantas toesas y pronto nos hallamos nuevamente en nuestro elemento. Pues creo tener ya el derecho de denominarlo así.
Apenas habrían pasado diez minutos, cuando el capitán Nemo se detuvo súbitamente. Creí que hacía alto para volver, pero no fue así.
Con un gesto nos ordenó que nos situáramos a su lado, en el fondo de una amplia anfractuosidad. Su mano nos indicó algo en la masa líquida.
Miré atentamente y vi a unos cinco metros de distancia una sombra que descendía hacia el fondo. La inquietante idea de los tiburones volvió a pasar por mi mente. Pero me equivocaba, no teníamos que habérnoslas con esos monstruos del océano.
Era un hombre, un hombre vivo, un indio, un negro, un pescador, un pobre diablo, sin duda, que venía a la rebusca antes de la cosecha. Vi la quilla de su bote a algunos pies por encima de su cabeza. El hombre se sumergía y ascendía sucesivamente. Una piedra entre los pies ligada a su bote por una cuerda constituía todo su equipamiento técnico para descender más rápidamente al fondo del mar. Una vez llegado al fondo, a unos cinco metros de profundidad, se precipitaba a coger, de rodillas, y a llenar su bolsa de todas las madreperlas que podía. Luego, se remontaba, vaciaba su bolsa y recomenzaba su operación, que no duraba más que treinta segundos.
No podía vernos el buceador por hurtarnos a sus miradas la sombra de la roca. Por otra parte, ¿cómo hubiera podido sospechar ese pobre indio que unos hombres, sus semejantes, pudiesen estar allí, bajo el agua espiando sus movimientos sin perder un detalle de su pesca?
No recogía más de una decena de madreperlas a cada inmersión, pues había que arrancarlas del banco al que se agarraban por su fuerte biso. ¡Y cuántas de aquellas ostras por las que arriesgaba su vida estaban privadas de perlas!
Yo le observaba con una profunda atención. Realizaba sus maniobras con gran regularidad desde hacía ya media hora, sin que ningún peligro pareciera amenazarle. Iba yo familiarizándome con el espectáculo de su actividad, cuando, de repente, en un momento en que se hallaba arrodillado en el suelo, le vi hacer un gesto de espanto, levantarse y tomar impulso para subir a la superficie.
La sombra gigantesca que apareció por encima del buceador me hizo comprender su espanto. Era la de un tiburón de gran envergadura que avanzaba diagonalmente, con la mirada encendida y las mandíbulas abiertas.
Me sentí sobrecogido de horror, incapaz de todo movimiento.
El voraz animal se lanzó hacia el indio, quien se echó a un lado y pudo evitar así la mordedura del tiburón pero no su coletazo, que le golpeó en el pecho y le derribó al suelo.
Apenas había durado unos segundos la terrible escena. El tiburón se revolvió y se disponía a cortar al indio en dos, cuando sentí al capitán Nemo erguirse a mi lado y avanzar directamente hacia el monstruo, puñal en mano, dispuesto a luchar cuerpo a cuerpo con él.
En el momento en que iba a despedazar al desgraciado pescador, el escualo advirtió la presencia de su adversario y se dirigió derecho hacia él.
Aún estoy viendo la postura del capitán Nemo. Replegado en sí mismo, esperaba con extraordinaria sangre fría la acometida del formidable escualo. Cuando éste se precipitó contra él, el capitán se echó a un lado con una prodigiosa agilidad, evitó el choque y le hundió su puñal en el vientre. Pero con ese golpe no acabó sino que comenzó el combate. Un combate terrible.
El tiburón había rugido, si se puede decir así. Salía a oleadas la sangre de su herida. El mar se tiñó de rojo y no vi nada más a través de ese líquido opaco.
Nada más hasta que, en el momento en que se aclaró algo el agua, hallamos al audaz capitán agarrado a una de las aletas del animal, luchando cuerpo a cuerpo, asestándole una serie de puñaladas al vientre, pero sin poder darle el golpe definitivo, es decir, alcanzarle en pleno corazón. Al debatirse, el escualo agitaba furiosamente el agua y las trombas que producía estuvieron a punto de derribarme.
Yo hubiera querido socorrer al capitán, pero el espanto me clavaba al suelo. Miraba despavorido y veía modificarse las fases de la lucha.
Derribado por la fuerza inmensa de aquella masa, el capitán cayó al suelo. Las mandíbulas del tiburón se abrieron desmesuradamente como una guillotina, y en ellas hubiera acabado el capitán si, rápido como el rayo, Ned Land, arpón en mano, no hubiera golpeado con él al tiburón.
El agua se ahogó en una masa de sangre agitada con un indescriptible furor por los movimientos del escualo. Ned Land no había fallado el golpe. Eran los estertores del monstruo. Golpeado en el corazón, se debatía en unos espasmos espantosos que convulsionaban el agua con una violencia tal que Conseil cayó al suelo.
Mientras tanto, Ned Land ayudaba a incorporarse al capitán, que estaba indemne. El capitán Nemo se dirigió inmediatamente hacia el indio, cortó la cuerda que le ataba a la piedra, lo tomó en sus brazos y de un vigoroso golpe de talón ascendió a la superficie del mar, seguido de nosotros tres.
En algunos instantes, milagrosamente salvados, alcanzamos la barca del pescador.
El primer cuidado del capitán Nemo fue el de reanimar al infortunado pescador. No sabía yo si lo lograría, aunque así lo esperaba porque su inmersión no había sido demasiado larga. Pero el coletazo del tiburón podía haberle herido de muerte.
Afortunadamente, vi como poco a poco iba reanimándose bajo las vigorosas fricciones de Conseil y del capitán. El hombre abrió los ojos. ¡Cuán grande debió ser su sorpresa, incluso su espanto, al ver las cuatro cabezas de cobre que se inclinaban sobre él!
¿Y qué pudo pensar cuando el capitán Nemo le puso en la mano un saquito de perlas que había sacado de un bolsillo de su traje? El pobre indio de Ceilán aceptó con una mano temblorosa la magnífica limosna del hombre de las aguas.
Sus ojos desencajados indicaban que no sabían a qué seres sobrehumanos debía a la vez la fortuna y la vida.
A una señal del capitán, nos sumergimos nuevamente y, siguiendo el camino ya recorrido, al cabo de media hora de marcha encontramos el ancla que fijaba al suelo la canoa del Nautilus.
Una vez embarcados, nos desembarazamos de nuestras escafandras con la ayuda de los marineros.
Las primeras palabras del capitán Nemo fueron para el canadiense.
-Gracias, señor Land.
-Es mi desquite, capitán -respondió Ned Land-. Se lo debía.
Un asomo de sonrisa afloró a los labios del capitán. Eso fue todo.
-Al Nautilus -ordenó.
La embarcación se deslizaba rápidamente. Algunos minutos después, vimos el cadáver del tiburón flotando sobre el agua.
Por el color negro de la extremidad de sus aletas reconocí al terrible melanóptero del mar de las Indias, de la especie de los tiburones propiamente dichos. Su longitud sobrepasaba los veinticinco pies; su enorme boca ocupaba el tercio de su cuerpo. Era un adulto, como se veía por las seis hileras de dientes en forma de triángulos isósceles sobre la mandílula superior.
Conseil le miraba con un interés científico, y estoy seguro de que lo clasificaba, no sin razón, en la clase de los cartilaginosos, orden de los condropterigios de branquias fijas, familia de los selacios, género de los escualos.
Mientras miraba yo aquella masa inerte, una docena de esos voraces melanópteros apareció de repente en torno a nuestra embarcación. Pero sin preocuparse de nosotros, se lanzaron sobre el cadáver y se disputaron sus pedazos y hasta sus jirones.
A las ocho y media estábamos ya de regreso a bordo del Nautilus.
Allí pude reflexionar ya con calma sobre los incidentes de nuestra excursión al banco de Manaar. Dos conclusiones se derivaban inevitablemente de esos incidentes: la demostración por el capitán Nemo de su audacia sin igual, por una parte, y, por otra, la de su abnegación por un ser humano, por uno de los representantes de la especie de la que él huía bajo los mares. Dijera lo que dijese, ese hombre extraño no había conseguido matar en él sus sentimientos, su humanidad.
Al hacerle esta observación, él me respondió con estas palabras no exentas de una cierta emoción:
-Ese indio, señor profesor, es un habitante del país de los oprimidos, y yo soy aún, y lo seré hasta mi muerte, de ese país.